
No hay invierno sin frío. Y no hay frío sin resfriados, gripes y otras tantas dolencias propias de la época. Hace unas semanas, yo misma tuve que ir a urgencias. Con la cabeza un poco embotada y el cuerpo débil, aguardé mi turno en uno de los asientos de la sala de espera. Miré a mi alrededor. Aquel espacio estaba atestado de personas y todas hacían lo mismo, mirar las pantallas de sus teléfonos móviles mientras esperaban su turno. Todas menos las dos personas mayores que había justo enfrente de mí. Ambas permanecían en silencio, mirando al horizonte, con los brazos cruzados ella, mientras él los reposaba sobre sus piernas. ¿Serán pareja? ¿Cuál de los dos estará enfermo?, me pregunté.
Alrededor todo era caos. Puertas abriéndose y cerrándose, pacientes entrando y saliendo de las consultas, toses, estornudos, voces, conversaciones. Todo me parecía estrepitoso, ruidoso y agotador, seguramente magnificado por mi estado físico.
Decidí sumarme a la mayoría y sacar el móvil del bolso, a ver si lograba abstraerme de aquel desconcierto hasta que llegara mi turno. Mientras trataba de concentrarme en leer algún post o ver algún vídeo, un médico llamó a la señora mayor sentada frente a mí. El señor que la acompañaba se levantó raudo y estrechó su mano para ayudar a su acompañante a ponerse en pie. La mujer se movía con mucha dificultad y de forma lenta. Sin embargo, lejos de perder los nervios porque la estaban esperando, el hombre la ayudó a erguirse con tanta delicadeza, con tanto esmero, que no pude más que dejar de lado mi móvil y contemplar aquel gesto tan amoroso. Muy poco a poco, ella arrastrando su cojera, ambos cogidos del brazo, se acercaron a la consulta donde les habían llamado.
Poco después salieron y volvieron a sentarse en los mismos asientos frente a mí. Y de nuevo asistí a todo un ritual de ternura entre aquellas dos personas mayores, él ayudándola a sentarse y ella agarrándose fuerte a él para no perder el equilibrio. Volvieron a quedarse en silencio, mirando al infinito. Yo hacía como que miraba la pantalla de mi móvil, pero seguía observándolos de reojo.
Me preguntaba cuántos años llevarían juntos, si habrían tenido una buena convivencia, si a estas alturas de la vida se arrepentirían de muchas cosas, o tal vez de ninguna, si les habían quedado muchos planes por hacer, si todavía se querrían de verdad o aquello era pura costumbre. Entonces ocurrió. Ella giró la mirada hacia él. Se quedó contemplándolo como si tuviera ante ella al chico más guapo de la clase, al joven más brillante, al hombre más maravilloso de la Tierra. Lo miraba como se mira las primeras veces. Envidié a aquel hombre. Deseé alcanzar su edad y que alguien me siga mirando con esos ojos. Entonces ella alargó su brazo y se asió con suavidad al brazo de él. Ambos siguieron en silencio, con la vista puesta en el horizonte, sentados en una sala de hospital, cogidos del brazo. Guardé mi móvil porque sabía que aquel día no iba a contemplar nada más bello.