Mi madre empezó el tratamiento de quimioterapia por esta época. Era el mes de octubre. Semanas atrás le habían extirpado un tumor en el pecho del que nosotros, su familia y sus amigos, tardaríamos en recuperarnos. Ella, por su parte, empezaba a asumir la enfermedad sin protestar, con el aliento justo por las secuelas que deja una operación en la que, cuando te despiertas, ya no eres la de antes. Ya nunca serás la de antes porque, para empezar, el “agujero” en tu pecho se asemeja al de tu alma y porque la enfermedad acaba transformándote, y me atrevería a decir que casi siempre, para bien.
Recuerdo la angustia con la que todos vivíamos cada una de las dosis de quimioterapia que le daban. ¿Cómo lo llevará esta vez? ¿Cuántos días estará en cama? ¿Podrán darle la dosis o sus defensas estarán muy bajas y habrá que posponer la sesión de quimioterapia? Yo sólo deseaba oír su voz a la salida del hospital, cuando mi padre nos llamaba a mi hermana y a mí para contarnos cómo había ido.
Las tandas de quimioterapia se prolongaron hasta el mes de febrero, y con ellas, mi madre perdió su melena rizada, sus pestañas, su cara se tornó pálida, todo le sabía a metal, tenía angustia continuamente y un enorme cansancio, además de aquella hendidura en su pecho a la que diariamente se enfrentaba.
Sé, porque me lo ha contado muchas veces tras la enfermedad, que se le quedaron especialmente grabados aquellos días de finales de otoño en que, desde el sillón, o desde la cama, asistía con tristeza a las tardes cada vez más oscuras, a aquella luz tenue que distaba mucho de las tardes solariegas del verano. La oscuridad de aquellos días caló en su cuerpo débil.
Una tarde, sentadas las dos en la cocina, me dijo que si enfermara de nuevo, no volvería a pasar por aquel infierno, que prefería vivir lo que le quedara pero hacerlo sin sufrir tanto. Yo me enfadé con ella, le dije que esa era una postura egoísta, que no podía dejar de luchar, aunque con el tiempo me he dado cuenta de que la egoísta fui yo. No tenía ningún derecho a exigirle que volviera a pasar por aquella vivencia tan amarga y lo único que deseaba, en todo caso, era que se curara y se olvidara del cáncer.
Lo único que deseaba, en todo caso, era que se curara y se olvidara del cáncer.
Pero, como sólo mi madre sabe hacer, volvió a darme, a darnos, una lección de entereza y humanidad increíbles. Superada la enfermedad, dejó claro que se iba a implicar en todo lo que pudiera para ayudar a quienes pasaran por una situación semejante. Y así lo ha hecho. Cada miércoles se enfunda en una bata blanca y de la mano de la Asociación Española Contra el Cáncer, visita a los pacientes oncológicos de su hospital de referencia, les prepara una bebida, les da conversación si la piden, les escucha o simplemente les tiende la mano. Y vuelve a casa con una mochila llena de historias, de gestos y de miradas, a veces muy duras, a veces bonitas, pero ella digiere lo vivido con una entereza que no deja de asombrarme.
En el Día Mundial contra el Cáncer de Mama, deseo expresar mi enorme admiración por mi madre y por tantas mujeres que, como ella, superan una dolencia y transforman su sufrimiento en solidaridad. Sólo ellas desprenden un calor humano que no puede sino salir de un alma que ha sabido curar las heridas de la enfermedad.