Leo y escucho a menudo que a los niños, desde bien pequeños, hay que ayudarles a identificar los sentimientos, hay que animarles a que pongan nombre a aquello que les hacer reír, o llorar, o les estremece, o les hace enmudecer. Atrás deberían quedar, dicen los especialistas, los sentimientos ahogados, las palabras no dichas a tiempo o los silencios impuestos por guardar las apariencias, o simplemente por una educación que nos ha querido convertir en seres solo de carne y hueso, sin alma.
“¿Qué sientes cuando no está a tu lado una persona, un animal, un juguete, algo o alguien que te encanta, al que quieres mucho?” Se lo pregunté a mi hijo, de seis años, y no tardó ni un segundo en contestarme: “tristeza”.
Cuando a uno le duele la ausencia, todos los demás sentimientos se despliegan como una larga alfombra para que la reina tristeza pase y pise sin piedad
Y así lo siento yo también. Diría que el universo entero siente lo mismo. La ausencia desemboca inequívocamente en la tristeza. Cuando a uno le duele la ausencia, todos los demás sentimientos, la rabia, la duda, la inquietud, el desasosiego, se despliegan como una larga alfombra para que la reina tristeza pase y pise sin piedad.
Esta semana escuchaba una entrevista que le hacía en Radio Gandia SER (min. 8’30) mi compañera, la periodista Puri Naya, al también periodista y poeta José Manuel Prieto, que estrena nuevo poemario, “L’aire absent”. Decía Prieto que en su primer libro, “L’Univers sense precipici”, hablaba de la melancolía del desamor, “un sentimiento que puede llegar a ser tóxico”, apostillaba. En su nuevo poemario se recrea en la nostalgia de la infancia, “esa patria que ya no volverá pero sobre cuyas vivencias se construye el futuro de cada uno”, decía.
Melancolía, nostalgia…Las palabras bullían en mi cabeza, y las reflexiones en torno a estos sentimientos me parecieron acertadas, pero, si la melancolía es tóxica, si la nostalgia es sana ¿cómo definir la ausencia? ¿Qué adjetivo le pondría un niño al tratar de identificarla en su diccionario de emociones?
Todos le ponemos cara a nuestros ausentes, a nuestras ausencias. Sabemos cómo era o cómo es su voz, sus ojos, su mirada, su pelo, su tacto, sus gestos, sus costumbres, sus manías, sus anhelos, sus desvelos, al fin, su existencia, que transcurre alejada de la nuestra o que, simplemente, dejó de transcurrir.
Y entonces abro el correo y alguien me envía el anuncio de la Lotería de Navidad. Me emociona el contenido pero me contengo ante lo que me anuncia el calendario… la Navidad, y otra vez las ausencias.
¿Qué queda, entonces? La certeza de que aquello que te genera el dolor de la ausencia, te hizo feliz. Incluso muy feliz. Pero, como dice Sabina y como mencionó Prieto en su entrevista en la radio, “al lugar donde fuiste feliz no debieras tratar de volver”.