Leía hace unos días una de esas curiosidades veraniegas que pueblan los medios de comunicación y que recordaba cómo antes de que se fabricara el tipo de maletas que conocemos hoy en día, la gente más adinerada viajaba transportando grandes baúles de madera. Qué locura ―pensé―, que manera más insufrible de viajar. Aquella visión de los pesados baúles que acompañaban a la alta sociedad del siglo XIX (y que tenían que arrastrar sus sirvientes), me llevó a mi último viaje, este mismo verano.

Los viajes, además de abrirte la mente y el corazón, dejan siempre al descubierto algo de ti que desconocías, o que simplemente no habías atendido hasta el momento, porque en tu zona de confort no te hacía falta.

Cuando sales del espacio que habitas a diario, a veces descubres tu atracción por un nuevo sabor o un nuevo olor que ignorabas que te gustaba; en ocasiones te sorprendes a ti misma hablando con desconocidos pese a haber sostenido siempre que eras una persona tímida; o te ves escalando una montaña mucho más alta que las que te niegas a subir en tu lugar de origen porque te has dicho siempre a ti misma que no podías llegar tan lejos. También puede ocurrir que descubras que tu capacidad de adaptación a lo nuevo es un reto demasiado duro, o que no has desarrollado lo suficiente el don de la paciencia para soportar colas, retrasos, mal tiempo, ruidos e imprevistos de todo tipo, que es lo más habitual cuando rompes tu rutina.

Yo, en este último viaje, además de admirar y disfrutar el país que he visitado, he adquirido un aprendizaje tan simple, tan sencillo, que puede sonar hasta ridículo. En el fondo ya lo sabía, pero creo que, por fin, he logrado interiorizarlo.

La maleta. Cogí una maleta lo suficientemente grande y lo suficientemente cómoda con el fin de meter todo lo que yo creía que me hacía falta para un viaje largo que implicaba moverse por todo el país y cambiar de hotel a menudo. Sin embargo, entre espera y espera, entre traslado y traslado, uno agudiza los sentidos y se fija en aquellos que circunstancialmente se convierten en compañeros de viaje. Entre ellos, había quienes llevaban más equipaje que yo, pero también los había quienes llevaban apenas una pequeña maleta. Yo jugaba a pensar qué escasas prendas de ropa llevarían consigo, cuántos pares de zapatos, cómo sería su bolsa de aseo. ¿Cómo les cabía todo lo necesario en ese pequeño cubículo para un viaje tan largo?

Tras muchos días arrastrando el equipaje por aeropuertos, barcos y autobuses llegué a la conclusión de que esos eventuales compañeros de viaje llevaban en sus pequeñas maletas un mensaje alto y claro, quizá aprendido a base de vuelos low cost que obligan a llevar lo mínimo, quizá porque entienden que lo de la maleta es lo de menos. Sus pequeñas bolsas de viaje nos decían a los que llevábamos equipajes más pesados que generamos necesidades innecesarias, que llenamos las maletas de los consabidos “por si acaso”, que queremos llevarnos nuestras comodidades al fin del mundo. Los de las maletas pequeñas  dejaban al descubierto, sin quererlo, que al resto nos cuesta prescindir, desasirnos, liberarnos.

Viajar, concluí de vuelta a casa, debería ser un acto de sencillez, de exponerte a lo desconocido con los mínimos objetos y las máximas inquietudes. Debería ser una invitación a descubrir, a disfrutar, a llevarte puestos los cinco sentidos y volver cargado, pero no de cosas, sino de vivencias, las que sacan lo mejor y lo peor de ti, las que a veces te ponen contra las cuerdas, te desafían, las que te hacen salir de tus dominios y explorar otras realidades, las que te hacen emocionarte ante la belleza o llorar ante la miseria. Las que te permiten, en definitiva, vivir al máximo con lo mínimo.

Eso no cabe en ninguna maleta.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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