―Vamos a «parisear» un poco.

―¿A qué te refieres? ¿»Parisear» por este pueblecito?

Mi pareja y yo habíamos llegado a una pequeña localidad en una de esas escapadas que de vez en cuando nos llenan los sentidos y nos ayudan a reconectar.

No entendía qué me quería decir, aunque no hubo necesidad de explicaciones. En ese mismo instante me cogió de la mano con determinación y empezamos a callejear con una mezcla de curiosidad y sosiego por aquel pequeño pueblo lleno de encanto, pero que en nada se parecía a la imbatible ciudad del amor, de la luz y de tantas otras acepciones con las que se conoce a la hermosa urbe de París.

Mi mente racional atribuía aquello de “parisear” a recorrer las calles de París, pero mi pareja hacía tiempo que había decidido darle a aquella palabra un sentido muy sui géneris. De la unión de “París” y “pasear” había dado vida al término “parisear” para referirse al sencillo y a la vez apasionante modo de conocer cualquier lugar nuevo, que no es otro que pasearlo, sentirlo, olerlo, vivirlo.

De la unión de “París” y “pasear” había dado vida al término “parisear” para referirse al sencillo y a la vez apasionante modo de conocer cualquier lugar nuevo

Cabe decir que el Diccionario de la Real Academia Española no recoge esta palabra, aunque sí el Diccionario de americanismos, que atribuye a “parisear” el significado de “irse de fiesta”.

Sin embargo, sin pretender atentar contra lo más sagrado que tenemos, que son nuestra lengua y nuestras palabras usadas de manera correcta, lo cierto es que aquel significado tan peculiar de “parisear” entró en mi vida para siempre. Acogí aquella expresión como sinónimo de alegría, de desconexión, de descubrir nuevos rincones, de conocer lugareños, de probar nuevos sabores, de disfrutar de paisajes únicos, de bañarme en otros mares, de subir otras montañas, de escuchar otros acentos…

Me di cuenta de que no hacía falta estar en París (o en cualquier lugar de renombre) para sentir el cosquilleo de la novedad, de lo diferente, de lo desconocido, para dejarse sorprender y llevar por lo que uno se encuentra en cualquier recoveco, esquina, calle o plaza de cualquier lugar del mundo. “Parisear” se convirtió, al fin, en una de esas palabras entrañables que cabe en la mochila del que tiene la curiosidad intacta, del que está ávido de nuevas sensaciones, por sencillas que sean.

Al hilo de todo ello, hace unos días me topé con un delicioso artículo que evocaba la figura del flâneur, el romántico paseante parisino que Charles Baudelaire definió en su obra literaria como el “observador diletante de la vida urbana”.

La figura del flâneur me recordó, precisamente, esa particular acepción casera de “parisear” que tanto me gusta. Porque el flâneur de Baudelaire era ese paseante parisino sin un destino fijo, sin un objetivo, que se dejaba llevar por el pulso de la ciudad, que exploraba aquello que veía a su paso sin necesidad de que fuera un lugar emblemático o destacado. Simplemente se mezclaba entre los viandantes como uno más, con los ojos y el alma ávidos de explorar, de conocer, de sentir, en una búsqueda constante del simple placer de observar.

En estos tiempos en que vamos deprisa a todas partes, en que nuestra vista se fija sólo en los estímulos que aparecen en la pantalla de nuestro móvil, en que no reparamos en cómo son, ni siquiera, las calles y plazas que pisamos cada día porque vivimos ausentes, la invitación a deambular desde el sosiego, la calma y la curiosidad, la acción de pasear sin más, me parece uno de los mayores placeres mundanos al alcance de cualquiera. «Pariseemos» más.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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