Se levanta a las 6’30 horas para desayunar, tal como le han indicado los médicos, porque no podrá volver a comer hasta que finalice la intervención quirúrgica, fijada 9 horas después. No ha hecho falta el despertador, porque su cuerpo lleva más de un año y medio sin descansar. El dolor de rodilla es tan potente, tan desgarrador, que ha trastocado no sólo su sueño, sino su vida. Por fin hoy aplacarán su dolor. No piensa en otra cosa. No puede, de hecho, pensar en otra cosa porque el dolor le corroe y durante estos largos meses de espera, ha mermado mucho su salud física y mental. Se agarra, pues, con fuerza a la idea de sentirse aliviado, mientras su cabeza le martillea con un pensamiento devastador: que le vuelvan a cambiar la fecha de la operación. Desde que empezara el mes de enero ya lo han hecho tres veces. Tres veces. Los responsables del hospital donde tienen que intervenirlo le han llamado en tres ocasiones para modificar la fecha de la intervención.

Desayuna, todavía de noche, con dolor y con temor. Se sienta en su sillón, donde pasa largos días e interminables noches soportando el filo dentado de la sierra invisible que corta cada nervio de su rodilla y a las 8’15 horas el silencio de la mañana se ve interrumpido por una llamada telefónica. El hospital. Siente una punzada en su corazón. Alguien al otro lado del hilo telefónico le anuncia que tienen que suspender su operación prevista para hoy porque ha habido muchas urgencias durante el fin de semana y hay que darles prioridad.

No es posible

Es una pesadilla

Es una broma de mal gusto

Es una equivocación

Es una certeza

Es una burla

Es una indecencia

Es una indignidad

Son unos impresentables

El calificativo no es para los trabajadores de la sanidad, que en su mayoría ejercen su tarea con enorme profesionalidad. Es para los que dirigen nuestra economía, nuestra educación, nuestra cultura, y sí, nuestra sanidad. Los de antes, los de ahora y seguramente los del futuro. ¿Cuáles son sus prioridades? ¿Por qué no hay más recursos humanos y materiales en nuestros centros de salud, en nuestros hospitales? ¿Por qué no abandonan las promesas, las gráficas sobre la buena marcha de la sanidad pública y nos dan lo que todo paciente merece: dignidad?

Escribo desde la más absoluta desesperanza porque los que manejan presupuestos desde un despacho no ponen rostro humano a las personas. A la que desde hace unos días ha tenido que dejar de tomar la medicación que alivia algún rato su dolor porque debía afrontar una intervención que por cuarta vez le han aplazado, a la que ha vivido los últimos días inquieto por el hecho de meterse en un quirófano al que por cuarta vez no ha ido, a la que ha tenido que organizar con su familia por cuarta vez la intendencia propia de una operación (yo te llevo al hospital, yo te hago compañía, yo dejo al niño para ir contigo, yo aviso en el trabajo de que hoy no iré…), pero por encima de todo, a la persona que sufre dolor, que no tiene aliento para afrontar el día a día porque su salud no le acompaña desde hace demasiado tiempo. El desgaste físico y emocional que arrastran los enfermos mina sus esperanzas y también las de aquellas personas que les rodean, impotentes por no poder ayudarles.

A quien le han cambiado hasta cuatro veces su intervención de rodilla es a mi padre, y el hospital donde han hecho del baile de fechas para intervenirle su mejor virtud es el Marina Salud de Dénia (Alicante). Pero ¿a cuántos como a mi padre, cada día, en cualquier otro centro sanitario de nuestro país, les han hecho levantarse incluso de la cama del hospital, ya con el gotero puesto, porque finalmente hoy no lo podrán operar? ¿Y cuántos siguen engrosando las listas de espera infinitas?

Las personas enfermas no merecen más sufrimiento del que su cuerpo y su alma ya soportan. No sean tan impresentables. No nos falten al respeto.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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