Ya hace días que me enfrento a la tan temida hoja en blanco a la que nos sometemos, en mayor o menor medida, aquellos que disfrutamos con el ejercicio de la escritura.

¿Qué escribir, si cualquier cosa que refleje en este post será pura banalidad, comparado con las cifras de muertes y contagios que inundan, cada minuto que pasa, las noticias, las redes sociales y la vida? Me revuelvo en mi silla y me divido en dos: la parte racional, que me dice que desista de cualquier intento, y la parte emocional, que me grita desesperada y me dice que arroje luz, por tenue que sea, en aquello que escriba.

¿Y de dónde cabe arañar algo de esperanza?, me pregunto. Creo que no queda más remedio que mirar en dos direcciones: hacia el interior de uno mismo, de donde debe surgir una fortaleza curtida a base de batallas, y hacia el exterior, en busca de belleza, de virtud, en busca de humanidad, aunque por momentos parezca que se ha desvanecido.

¿De dónde cabe arañar algo de esperanza? Creo que no queda más remedio que mirar hacia el interior de uno mismo y hacia el exterior, en busca de belleza, de virtud, en busca de humanidad

Entonces, con mi familia y mi pareja alumbrándome cual faro en medio de la tempestad, me agarro con fuerza a las páginas de  ese delicioso libro de David Foenkinos que me ha recomendado Lola la bibliotecaria; relamo el cacao que espolvorean Teo e Irene en mi café con leche de media mañana; levanto la cabeza de la pantalla del ordenador para reírme, pese a todo, de las bromas de mis compañeros de trabajo; aplaudo al frutero de mi barrio al que encuentro trabajando en manga corta en pleno temporal de frío (el frío, pienso, qué subjetivo es); hago pilates a través de una pantalla pero los chistes de Mario, mi profesor, tienen el mismo efecto sanador que cuando todo era en vivo; o leo las ocurrencias de mis amigas en el WhatsApp y me parece que estamos tomando esa cerveza que ha quedado en suspenso…

Incluso de un tiempo a esta parte, en esa lucha por la supervivencia física y mental en la que nos encontramos, he decidido practicar el “joyscrolling” cuando me sumerjo en el submundo, cada vez más intrincado, lleno de odio y espanto, de las redes sociales. El término lo ha acuñado el gobierno de Islandia en una original campaña para disuadirnos de lo contrario, el “doomscrolling”, esa manía perversa que tenemos de desplazarnos de forma compulsiva por las redes sociales para recorrer las noticias más catastrofistas (y bien que nos hemos empleado en ello durante el 2020). El “joyscrolling” propone, en cambio, bucear en imágenes que nos proporcionan paz, nos relajan, nos inspiran. Entonces acudo a los muchos versos, pinturas, fotografías e historias que cuelgan quienes saben hacer, también de las redes sociales, otro espacio para aquietar el alma, por difícil que parezca.

Corroboro, pues, que sí hay humanidad en mi pequeño universo, que hay gente que pone su talento al servicio de los demás, que hay quien inspira con su lenguaje, su trabajo, su esfuerzo, que hay quien construye frente a tanta destrucción.

Serán banalidades, pero no veo otra forma de seguir en pie ahora mismo.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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