Este 2020 que estamos a punto de concluir pasará a la historia como el año que cambió nuestras vidas, el año que arruinó la economía mundial y sobre todo el año que se llevó consigo más de un millón de vidas a causa del coronavirus (o al menos eso dicen las estadísticas oficiales). Pero además de todas esas acepciones, yo añadiría que este será, para siempre, el año de la soledad.
El 2020 deja, más patente que nunca, la crueldad de la soledad impuesta. Hemos tenido que dejar morir a muchos seres queridos en la soledad de una habitación de hospital porque el virus nos ha impedido acompañarles en sus últimos momentos de vida. Y ellos han tenido que hacer frente, solos, un día tras otro, hasta su muerte, al blanco del techo o a las frías baldosas del suelo como única compañía, alejados de una mano familiar, de una voz de aliento, más allá de lo que buenamente ha podido hacer el personal sanitario.
Hemos tenido que velar a nuestros muertos en la más estricta soledad porque nadie podía darnos su abrazo en las circunstancias más difíciles.
Hemos tenido que encerrar, solo, en una habitación de nuestras propias viviendas, a algún familiar que ha enfermado de coronavirus para evitar que lo contagiara al resto de convivientes. Y la persona enferma ha tenido que curar su dolor sola, encerrada entre cuatro paredes, con la impotencia de no poder cruzar el umbral de esa puerta convertida en muro de separación entre dos mundos.
Hemos tenido que prescindir de las visitas a nuestros mayores en residencias de ancianos y en sus propios hogares, donde, muy a menudo, ya conviven con la soledad. La pandemia se ha convertido en un doble aislamiento para ellos, que en muchos casos han tenido, como única compañía, una radio o una televisión que no han dejado de vomitar dolor, tristeza y mucha desesperanza.
Muchos de nosotros, aún acompañados, hemos sentido en algunos momentos de esta travesía incierta, la sensación de soledad, de desamparo, de desconcierto.
Cuánta gente ha muerto sola este año. Cuánta gente ha llorado la muerte de sus seres queridos sola. Cuánta gente ha enfermado sola. Cuántos mayores han tenido que vivir más solos aún en este 2020. Cuánta gente se ha aislado por propia voluntad, ante el miedo acuciante a enfermar, o lo que es más duro aún, a morir.
Leía en el libro “Cómo hacer que te pasen cosas buenas”, de la doctora especialista en Psiquiatría, Marián Rojas Estapé, que la soledad es uno de los motivos que desencadena el llamado “estrés emocional”. El reflejo de esos estados emocionales “tóxicos”, como dice la doctora, puede provocar una enfermedad grave. También apunta en otro momento de su libro que la soledad es un factor de riesgo para la depresión y puede disparar el envejecimiento de las células. Son dos ejemplos de la gravedad que implica sentirse solo, estar solo.
Ahora que hemos experimentado todos, en mayor o menor medida, la amarga sensación de la soledad, quizá podríamos hacernos una idea de lo que sienten más de dos millones de personas mayores de 65 años que viven solas en nuestro país, según los datos del Instituto Nacional de Estadística correspondientes a 2018. Algunos habrá que vivan en soledad por convicción, pero la mayoría, por diferentes motivos, se ha visto abocada a esa situación sin elegirlo.
¿Por qué cada año son más abultadas las estadísticas de personas que viven y fallecen en la más absoluta soledad? ¿Por qué esta lacra social no es tomada en serio por las administraciones públicas? ¿Por qué silenciamos la soledad?
Y todo ello a las puertas de una Navidad que nos atormenta porque no será igual que las otras, porque no podremos estar todos juntos, porque no podremos salir…Para algunos será otra Navidad en soledad. Y con pandemia.