A los que estamos poco acostumbrados a los rigores del invierno y la temperatura por debajo de los 10 grados nos parece una suerte de maldición, solemos declararle la guerra al frío por decreto. Pese a que el invierno ya da sus últimos coletazos y nos regala ratos de sol impagables, a muchos de nosotros nos parece interminable. 

El frío se convierte en el enemigo que, de la mano de la humedad propia de nuestro clima, se pega a nuestros huesos y a nuestra piel y nos deja atenazados, con pocas ganas de nada, huérfanos de energía, con un deseo permanente de primavera y luz.

Pensaba estos días cómo combatir mentalmente esa sensación física de estar encogida todo el tiempo y rebusqué en la memoria las emociones cálidas que provoca el frío, aquellos momentos únicos, a veces casi imperceptibles, que curiosamente, sólo el frío nos puede proporcionar.

Me acordé entonces de una frase muy elocuente pronunciada en una comedia francesa que podría parecer un comentario sin más, una frase de relleno en el guion y que, sin embargo, adquiere una gran relevancia por la emoción que contiene.

Se trata de la película “El señor Henri comparte piso” (Prime Video), en la que el protagonista, Henri (Claude Brasseur), un señor mayor que se caracteriza por su mal carácter y su humor cínico, demuestra su cara más humana, su ternura y su afecto, de una forma muy sutil pero evidente. En varias escenas, cuando alguno de sus seres queridos se marcha de su casa tras visitarlo, el viejo gruñón se despide con un “abrígate, no cojas frío”. Es su manera de decir “me importas, me preocupo por ti, te protejo, te quiero”.

La frase del señor Henri me llevó a pensar cuánto afecto hay en el sencillo gesto de abrigar a otra persona. Cuántas veces arropamos a nuestros seres queridos al acostarse o al tumbarse en el sofá, o les ajustamos un gorro en la cabeza, o les anudamos una bufanda a la garganta, o los cobijamos bajo un abrazo cálido para combatir el frío. Lo hacemos por puro instinto de protección, porque, como el señor Henri, nos importan, nos preocupan, los queremos, deseamos que estén bien. 

Cuántas veces hacemos el gesto de abrigar a nuestros seres queridos, de arroparlos en la cama, de cobijarlos bajo un abrazo cálido para combatir el frío. El gesto de abrigar a otra persona está lleno de afecto.

Incluso el calor que nos proporcionamos a nosotros mismos se convierte a menudo en un gesto de autocuidado y atención personal. No en vano, uno de los mayores placeres sensoriales es el de sentir la calidez de un buen edredón o de una manta mientras te acurrucas en un rincón de la cama o del sofá y permaneces inmóvil, para que no quede al descubierto ninguna parte de tu cuerpo ahora hecho un ovillo.

Por no hablar del goce de sostener una taza de café o té humeante, de extender las palmas de las manos alrededor de ese templo ardiente que vas sorbiendo muy poco a poco mientras, a través de las yemas de los dedos y del líquido que entra por tu garganta, empieza a filtrarse el calor por todo tu cuerpo. Es pura magia.

Calentarse junto al fuego de una chimenea es otro de esos rituales cada vez más extinguidos y que, sin embargo, deberíamos experimentar de vez en cuando. Sentir el calor de las llamas, entregadas a su baile particular, mientras escuchas su crepitar, es de esos momentos que devuelven a uno a un estado de calidez mental y sensorial únicos. 

El frío, ese que tanto tememos y del que nos quejamos a menudo, es capaz también de sacar nuestro lado más tierno, más delicado, incluso para con uno mismo, y casi siempre de manera sencilla.

Abrigar, dice el diccionario del a RAE, es sinónimo de proteger, resguardar, cubrir. El frío, pues, también conlleva calor humano, del que no andamos sobrados. Permitámonos sentir lo que cada estación trae consigo.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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