Ahora que oficialmente entramos en campaña electoral, aunque la música suena de fondo desde hace muchos meses, es momento de agudizar los sentidos, de estar atentos a los mensajes oficiales (ojo a los bulos y las noticias falsas) pero también a aquello que no se dice de forma explícita, que a menudo pasa desapercibido y que, sin embargo, lleva intrínseca mucha información. Me refiero a la forma de ejercer el liderazgo de quienes aspiran a gobernarnos, aspecto que podemos trasladar a cualquier otro ámbito de nuestra vida, ya sea en el trabajo con nuestros jefes o jefas, en nuestro grupo de amistades o incluso en la forma de liderar nuestra propia vida.

Leía hace unos días un post de la periodista y experta en comunicación no verbal, Susana Fuster, en el que formulaba la siguiente pregunta: ¿en qué se parecen un líder y una vela?  A priori, no hay ninguna similitud que los asemeje. Sin embargo, unas líneas más abajo encontraba la solución a su pregunta: “un líder― decía Fuster―, no es quien más brilla sino aquel que ilumina a los demás. De nada sirve brillar si no consigues iluminar”. En otro post, la periodista ahondaba en este concepto de liderazgo y decía: “si uno solo se preocupa de brillar, de lucirse para sentirse el centro de atención, acaba quemándose con su propio destello”.

A esta reflexión añado otra del CEO de Vicky Foods, Rafael Juan, quien en uno de sus post sobre liderazgo y relevo generacional en las empresas, señalaba que su experiencia le ha demostrado que “el liderazgo se basa en el servicio, que estamos de paso y que la culminación de un proyecto es garantizar su continuidad, por encima incluso de los intereses personales”.

Son dos ejemplos que vienen a reafirmar lo que ya apuntan muchos expertos en liderazgo, quienes coinciden en señalar que un buen líder se aleja precisamente de lo que hemos validado y aceptado hasta ahora. Me refiero al estereotipo de persona que ejerce un poder sobre los demás basado en la autoridad mal entendida, la fuerza, la soberbia, los gritos o la ausencia absoluta de empatía. Por supuesto, en este tipo de líderes no hay espacio para la palabra “perdón” ni para mostrar un resquicio de vulnerabilidad. Eso es entendido como un signo de debilidad que el líder arcaico cree que no puede permitirse. Sin embargo, la sociedad necesita líderes que sean capaces de emocionarse y emocionar, que digan «lo siento» si se han equivocado, que se muestren humanos, que cambien el ceño fruncido por la sonrisa, el tono severo por el amable. Que sean personas.

Conviene, pues, discernir cuántos de los que quieren ejercer como líderes, ya sea en el ejercicio de la política, en una empresa, en un grupo de amigos, en una asociación o en cualquier ámbito, no sólo no iluminan sino que pretenden apagar la luz de los demás. Uno lo puede percibir en sus gestos, en su tono de voz, en su mirada, en su actitud, en su lenguaje no verbal, más allá de lo que sus palabras digan. En ese caso, no convendría llamarlos líderes. Si acaso, otra cosa.

Acabo con otra idea que Susana Fuster comparte en sus redes: “los líderes son aquellos que impactan, influyen e inspiran”.

Ya tenemos más pistas para ir a votar. Y en general, para la vida.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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